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domingo, 10 de junio de 2018

AÑORANZA



   —¿Qué tumulto es ése? —preguntó el conde de Gálvez con gesto distraído, aprovechando la excusa para dejar el posado, soltar el folio que ya estaba cansado de sujetar graciosamente y desentumecer las piernas paseando hasta la puerta.
   El maestro Maella no se lo tomó a mal, acostumbrado como estaba a la impaciencia de sus modelos, y se concentró en la mezcla de pigmentos con la que esperaba capturar el azulón de la cinta de la medalla para que atrajese todas las miradas cuando el retrato estuviese terminado, destacando la condecoración sobre el ribete de la casaca. Al fin y al cabo, pensaba mientras su imaginación pergeñaba pinceladas sin trazar, ya tengo casi resuelta la luz del rostro. El resto era cuestión de técnica.





   —Este hombre desea veros, señor —explicó el ujier con la gravedad propia de su posición—. Pero ni está citado ni ha solicitado audiencia.
   —¡Estuve con vuestra excelencia en la Luisiana! —gritaba alguien al final del pasillo, oculto por los soldados que le impedían el paso—. ¿Os acordáis, don Bernardo? ¿Os acordáis de Pansacola?
   Se acordaba, por supuesto. Se acordaba. Del desembarco en Santa Rosa y de los inútiles cañones que había dejado allí Juan Campbell, guardados por apenas siete hombres que no esperaban la que les vino encima. Y de cómo, después de conseguir la armada que necesitaba para tomar la bahía, tuvo que entrar sólo con el GálvestonYo solo, rezaban sus armas desde entonces con autorización real— y a punto estuvo de irse al traste el asedio por segunda vez por las reticencias de Calvo Iriazábal. También se acordaba de lo que había sucedido antes: el avance por los pantanos hasta Baton Rouge, la batalla de Fuerte Charlotte y la conquista de Mobila. Allí, de pie en un pasillo tan ricamente adornado, con el chaleco henchido por la barriga prominente que los buenos tiempos le habían dado, nada parecía más real que lo que había dejado atrás en Nueva España. ¿Habían pasado ya tres años desde la campaña de Mobila y Pansacola? ¿Un año desde que desfiló con el general Washington bajo una bandera que no era la suya aunque, en cierto modo, también lo era?
   Con el gesto enérgico pero casual de quien acostumbra a mandar, indicó que le franqueasen el paso al hombre moreno, bajito y duro, de piel como cuero curtido y ropa casi blanca —el ojo práctico del conde creía reconocer en ella una casaca militar— que había visto mejores días. Un hombre con paso firme y continente humilde como tantos de los que lo habían seguido en la campaña contra los ingleses, que no se atrevía a levantar la mirada en presencia de sus superiores, tan fuera de lugar como parecía en las estancias palaciegas, pero que era otro en campo abierto: no sólo había visto a hombres como aquél sostenerle la mirada —y la opinión— a sus mandos, sino que los había visto batirse como si estuviesen hechos de hierro y piedra, en circunstancias adversas, sin dar el brazo a torcer, sostenidos por su orgullo. O por la creencia de que su rey y su bandera estaban con ellos. Quizás él mismo había sido uno de aquellos soldados, tres años antes.
   —Dígame su nombre, por favor —preguntó con la amabilidad acostumbrada a su interlocutor, que sostenía nervioso el sombrero entre las manos encallecidas.
   —Respondo por Julián, excelencia.
   —¿Es cierto que sirvió usted a mis órdenes cuando lo de Pansacola? ¿Navegaba en el Gálveston?
   —Es bien cierto, señor. —Julián se atrevía ahora, con orgullo renovado, a sostener la mirada del conde de Gálvez—. También marché con vuestra excelencia por los pantanos de la Luisiana, después del huracán, cuando lo de Manchac.
   —Recuerdo aquello —rememoró don Bernardo de Gálvez con una sonrisa—. Ni una baja hubo en el puesto de Manchac de sorprendidos que estaban los ingleses. Pero la marcha por los pantanos…
   La frase quedó en el aire mientras el conde recordaba las penurias sufridas, los caídos por las fiebres palúdicas, las escaramuzas con las avanzadillas enemigas por exploradores indios, graves y peligrosos como los apaches contra los que había luchado —casi muerto, pensó, sintiendo de nuevo el lanzazo en el pecho— en México, apenas llegado de la península.




   —Yo vivía en Barataria entonces —interrumpió Julián las ensoñaciones de don Bernardo—. Cuando lo del huracán, quiero decir, que los vientos se llevaron mi casa. Pero no me arrepiento de haber luchado contra los ingleses con su excelencia.
   —¿Y qué se le ofrece, don Julián? ¿Se le adeuda algo de aquella campaña?
   —Oh, por supuesto que no, excelencia —se apresuró a confirmar el interpelado—. Sólo vengo a pediros una gracia, por la generosidad que sé que vuestra excelencia…
   —Al grano, don Julián, que no necesito que me acaricien el lomo.
   —Me casé con una joven de allí —empezó Julián su relato—. India, pero católica y muy buena persona. Muy buena, la mi mujer. Y quiero que conozca mi tierra.
   —¿Y no puede usted llevarla? Ahora está en España.
   —Estoy, excelencia. Pero yo nací en el Puerto, que aquí le dicen Arrecife, en las Islas. Y quiero que la mi Maricarmen vea el Charco de San Ginés.Yaiza, Timanfaya... Todo Lanzarote.
   —Tendría que haberme dado cuenta —respondió el conde—, que muchos de sus paisanos estuvieron bajo mi mando en Nueva España. Pero se le ha suavizado a usted el acento.
   El antiguo soldado no dijo nada. Se limitó a encogerse de hombros.
   —No se agobie usted —continuó don Bernardo, apoyando paternalmente la mano en el hombro de su antiguo subalterno—. Ese viaje tiene solución. Yo también me casé allí, y sé lo que es compartir recuerdos y añoranzas con la mujer de uno.
   —Don Bernardo —se atrevió a interrumpir el maestro pintor—, la luz declina y no podremos…
   —Dejadla que decline, don Mariano. —El rostro del conde de Gálvez se iluminaba con una sonrisa—. Mañana habrá ocasión de seguir pintando retratos, que ahora tengo un camarada con quien pintar viejas batallas.

martes, 6 de diciembre de 2016

LA HIJA DEL QUIRO

   Como ya está en marcha el proyecto de Historia de un revólver, de Ronin literario, y mi aportación al proyecto no fue seleccionada, pues... Aquí la tenéis, para vuestro disfrute y para conocer vuestra opinión. Aviso, eso sí, de que no he vuelto a revisar (ni siquiera a releer) lo escrito desde el día en que lo presenté a concurso. Simplemente voy a pegarlo aquí, y volveré a leerlo después. Así podrán verse todos los fallos; aunque, si no recuerdo mal, el principal debe ser (y no es la primera vez que me pasa) la ruptura de ritmo por escribirlo a última hora, rápido y a saltos (días alternos, al salir del trabajo), sin tiempo para revisarlo antes del cierre del plazo.
   Para quien desconozca el proyecto, se trata de una antología de relatos que tienen como hilo conductor un Colt Peacemaker que va cambiando de manos de una a otra historia. Y el relato final, el que salió a concurso, debía empezar con el revólver en manos de una joven mujer mexicana en la segunda década del siglo pasado.
   Sin más, os dejo con el relato:

LA HIJA DEL QUIRO

por Félix Cancelo Enríquez

Se llamaba Isabel Bonita Quireza de Chacón, y cuando la conocí ya era una leyenda. Entró en la tienda con la seguridad de quien ha vivido más allá del miedo, y la reposada altanería que solo las mujeres mexicanas que merecen el calificativo de señoras poseen con naturalidad. Y me vendió este mismo colt peacemaker, por el que pagué ciento veinticinco dólares. Al contado. Porque, caballeros, tienen aquí el arma que mató a don Emiliano Zapata.
Según me contó la señorita Quireza, guardaba el revólver con ella, para su propia seguridad, desde el día en que se vio obligada a abandonar su pueblo natal de La Magdalena. Sus padres habían muerto, y los vaivenes de revolucionarios y contrarrevolucionarios —eran los días posteriores a la revelación del Plan de Ayala, y las tropas del general Felipe Ángeles cazaban zapatistas por el estado de Puebla— dejaron a mucha gente humilde aún más desposeída. Y no pocos murieron, ya fuese por balaceras, hambre o enfermedades, viendo los movimientos de bandas de hombres armados que decían luchar en su nombre sin llegar a comprenderlos del todo. Y sería, calculo yo, iniciado el año mil novecientos trece cuando conoció a don Emiliano, el único jefe del ejército Libertador del Sur.
Era un sueño para la joven campesina, que veía cómo crecía la admiración por el general rebelde al mismo tiempo que el número de sus seguidores. Y él se había fijado en ella. Comprendan que todavía estaba en la edad en la que un hombre con el mundo a sus pies, una mirada de tigre y un mostacho como mandan los cánones es la imagen de Dios en la Tierra para una mujer. O lo era en aquellos años, cuando los hombres que eran hombres aún llevaban mostacho y no los bigotillos que se estilan ahora. Pero en la nube en que vivía entonces, les decía, fue descuidada y no supo ver que los hombres poderosos son, si me permiten la comparanza, como gallos a quienes nunca faltan gallinas. O como abejas, dispuestas a volar de flor en flor, frente a las que despliegan sus mejores galas los brotes más hermosos de los contornos. Y, si hemos de ceñirnos a la verdad, convendrán conmigo en que don Emiliano nunca fue hombre de una sola mujer. No puedo estar seguro de si en aquellos meses todavía era el esposo de la señora Josefa Espejo o si ya estaba casado con doña Petra. No era un hombre libre, de todas formas, aunque cuentan las malas lenguas que ni a su hermano Eufemio ni a él les importaba eso lo más mínimo cuando las legítimas no estaban cerca. Y no tengo motivos para dudar de la palabra de doña Isabel Bonita cuando me contó que era una de sus amadas.



Como suele suceder en estos casos, no tardó mucho en saltar la liebre. Y la joven descubrió que no era la única que iluminaba los ojos de su bravo general. Y ahí podría haber quedado la cosa: en unas pocas lágrimas, un corazón roto y un alma desencantada de por vida con las falsas promesas de los hombres. Pero no hay que subestimar la ira que anida en el pecho de una mujer despechada, y más si bulle en su primer desaire. Así que, conteniendo las lágrimas, la muchacha se plantó delante de don Emiliano en una cantina de Jumiltepec, y le soltó a la cara todos sus reproches. El general era hombre bragado, y no iba a consentir que una mujer, casi una niña, le faltase al respeto en público. Miró a su alrededor —lentamente, le pareció a ella— y, con un giro fulgurante, la abofeteó con tal fuerza que la derribó contra el suelo polvoriento.
—Si tuviera mi revólver no osaría usted tocarme —reprochó la muchacha—. O si fuera un hombre…
—Sal de acá antes de que olvide que no lo eres —cuenta que le reprochó él con sorna— ¿Qué revólver va a tener una chavita como tú?
Las risas de todos los presentes ardían más en sus mejillas que la huella de los nudillos de don Emiliano Zapata, eso seguro. Y peor aún fue la vergüenza de no contener las lágrimas que afloraron a sus ojos entrecerrados. Pensó en volver a encararse con quien tanto la ofendía, pero el que había sido la brújula que guiaba su rumbo apenas días atrás se alzaba ahora como un inmenso escollo, un enemigo insalvable para quien ella no era nada, ignorándola con el mayor de los desprecios mientras volvía a disfrutar las chanzas de sus seguidores. Así que echó a correr, intentando huir del pasado, del mundo, de su vergüenza, de sí misma… Ciega no solo al camino que seguía, sino a la imposibilidad de huir de aquello que la acompañaría siempre. Volvió a su habitación, revolvió con frenesí las escasas propiedades de su arcón, destrozando los dos recargados vestidos que, obsequio del objeto de su odio, eran antes su mayor tesoro. Y recuperó el revólver que yacía allí olvidado, que sería desde entonces su esperanza, el instrumento de su redención y su profesión más preciada. Y les juro, caballeros, que sentí un escalofrío al ver la mirada de odio de doña Isabel Quireza mientras me decía «Creo que puedo afirmar que fue aquella noche cuando dejé de ser la niña que había huido de La Magdalena para convertirme en La Hija del Quiro».
Tiene gracia, si lo piensan: Everardo Quireza no fue más que un campesino humilde, anónimo, anodino, del que nadie se acordaría en esta sala si no fuese por su hija. Sin embargo, en el momento en que la joven Isabel inició el camino sangriento que la inmortalizaría en la historia de México, todos los que oían sus infames hazañas se referían a ella como Hija del Quiro; la vengativa heredera de don Everardo Quireza —sí, el imaginario popular le concedió el don—, de quien decían que luchó años atrás por la libertad de los campesinos del estado de Puebla contra don Victoriano Huerta, don Francisco Madero o el mismísimo don Emiliano Zapata. Es prodigiosa la imaginación del pueblo, ¿no les parece? Poco tardaron en convertir la humillación de Jumiltepec en una historia épica que empezaba con la traición entre rebeldes y la muerte del héroe campesino que nunca había existido para concluir con la venganza de la hija bienamada, primero como mujer y luego como bandolera, abriéndose paso en un mundo de hombres gracias a su sangre fría y al revólver, un colt peacemaker llegado del norte, que había heredado de su padre fallecido. ¿Qué revista pulp yanqui no compraría hoy en día semejante relato? Apuesto a que, si la señorita Quireza hubiese nacido gringa, ya le hubieran dedicado alguna película.
La verdad, como creo que sabrán, es más prosaica: no solo el origen de su disputa con don Emiliano poco tenía que ver con la épica venganza que la gente creía, sino que sus métodos poco se parecían a la figura heroica que se cantaba en los corridos.
—Nunca aprendí a disparar muy bien, ¿sabe? —me confesó la señorita Quireza el día que me contó su historia—. Lo cierto es que no lo necesitaba. Ya tenía otros que disparasen por mí. Y solo quería disparar a un hombre.
He de reconocer que bastante había oído las leyendas de la Hija del Quiro. Y que la historia resultó ser muy diferente en los labios de doña Isabel, convirtiéndose en una obsesión maleva que la llevó a enfrentar, sin importar su bando o intenciones, cualquier acción emprendida por don Emiliano Zapata. Con esa nueva información, resultaban creíbles las habladurías que la ligaban al general Antonio Villarreal, incluso después del matrimonio del militar en España, para conspirar en contra de su enemigo. Quién sabe si pudo ser verdad que fue influencia de la señorita Quireza su afiliación al bando de don Venustiano Carranza, aunque personalmente lo dudo. Lo único cierto es que, historias legendarias aparte, poca influencia tuvo la joven Isabel Quireza en el devenir de los acontecimientos. Y poco éxito en eclipsar la buena estrella que acompañaba al general Zapata, cuyo Ejército Libertador del Sur controlaba Puebla y Morelos, parte de Guerrero y otras tantas plazas, cada vez más cercanas a Ciudad de México. Y, para cuando empezó el año mil novecientos quince, ya había formado alianza con el general Pancho Villa —llegaron a fotografiarse, recuerden, en el sillón presidencial, en Ciudad de México— y tomaba la misma ciudad de Puebla.



La buena fortuna no dura para siempre, y los reveses parecen golpear en los momentos en que los hombres nos creemos más invulnerables. Y la estrella de don Emiliano empezó a eclipsarse ante los avances de las tropas leales a don Venustiano Carranza, dirigidas por el general Pablo González Garza. O eso cuenta la historia oficial. Pero las tropas carrancistas estaban dirigidas por otra voluntad: la de doña Isabel Bonita Quireza. Mientras se extendía la leyenda de la Hija del Quiro, de quien nadie podía decir si era revolucionaria, carrancista o simple bandolera, la joven con apariencia de heredera de buena familia se movía a sus anchas entre la intelectualidad de Ciudad de México, haciendo llegar a oídos del presidente Carranza y sus generales lo que los campesinos de Morelos, Puebla y Guerrero confiaban a su contrapartida de las serranías. Y el ejército constitucional llegó a tomar incluso Cuernavaca, antes de las contraofensivas zapatistas. Y después, el fin: la causa suriana se quedaba sin apoyos, los campesinos se acogían a las reformas del ejecutivo Carranza y la presencia de un libertador ya no era necesaria, quedando don Emiliano Zapata como un mero guerrillero ya prácticamente acorralado para las fechas en que terminó la guerra en Europa.
Así, a principios del mes de abril de mil novecientos diecinueve, doña Isabel Quireza volvió a ver de frente a don Emiliano Zapata. Se encontraron, me contó ella, en las cercanías de Chinameca. El general del Ejército Libertador del Sur, desconfiado y oculto en las serranías, aceptó la reunión con la Hija del Quiro, consciente de su leyenda. Y ella se presentó haciendo honor a su papel: vestida como una amazona, con falda de montar, sombrero charro y canana en bandolera, además del colt peacemaker que adornaba siempre su cadera.
—Creo que puedo ayudarlo con su problema, mi general —le dijo tras los saludos habituales, la mano apoyada con descuido en la culata del colt mientras intentaba ocultar la rabia acumulada durante años, mezclada con el relativo alivio de comprobar que él no la recordaba. Relativo, porque no hay peor puñalada para el corazón de quien alguna vez amó que el olvido de su amado.
—Pues usted dirá, doña Quiro —respondió don Emiliano, tranquilo y canchero, muy en su papel de líder de hombres—, qué problema es ese y qué solución me propone.
—No me diga que no sabe que lo tienen cercado. Y hasta un puma puede caer si lo rodean suficientes hombres.
A don Emiliano Zapata pareció complacerlo la comparativa con una fiera de apariencia tan noble, pero se mordía los bigotes con disimulo, sabiendo que su interlocutora tenía razón.
—En peores me he visto —dijo, con poca convicción—. En mucho peores, la neta.
—No me tome por tonta, mi general. ¿Sabe que puedo conseguirle la ayuda del As de Oros?
—¿El As de Oros? —la sorpresa del general Zapata parecía sincera. La sonrisa de doña Isabel, que veía como picaba el cebo, lo era—. ¿Qué ayuda puedo esperar del coronel Guajardo?
—El coronel está descontento con el trato que recibe del gobierno de Carranza. Me dijo que todos los méritos son para González Garza, pero toda la lucha es para él. Y no le falta razón…
—No confío en un pinche carrancista —replicó don Emiliano, henchido en su orgullo.
—¿Y si yo le consigo una prueba de su sinceridad? —La Hija del Quiro se acercó, desafiante, al Caudillo del Sur. Él le sostuvo la mirada, pero ni reconoció a la joven Isabel Bonita ni supo leer los rescoldos del odio que aún ardía en sus ojos oscuros. —Sé que tiene enemigos, mi general. Hombres que nunca dejarían que se acercase a ellos. Y, sin embargo…
—¿Está pensando en alguien en concreto, señorita? —don Emiliano la miró un momento, con curiosidad; pero siguió hablando antes de que ella pudiese responder—. Me sorprende, a pesar de su fama, ver a una mujer mezclada en estas trifulcas. Y me sorprende más todavía comprobar que no solo es joven, sino hermosa.
—No me requiebre, general. Recuerde que soy la Hija, y no la Esposa. Y céntrese en lo que estamos.
—Me gusta su valor, carajo —sonrió el Caudillo del Sur—. Guarde sus secretos, y déjeme a mí con los míos.
—Victorino Bárcenas era de los suyos. Hasta hace unos meses.
—¿Qué tiene usted con ese Judas? —La sorpresa del general iba en aumento al comprobar que la mujer que tenía frente a él tenía las ideas más claras que muchos de sus lugartenientes.
—Yo nada —respondió doña Isabel con un gesto displicente—, pero usted sí tenía algo. Al menos, hasta que el general Bárcenas aceptó a amnistía presidencial.
Don Emiliano Zapata parecía no escuchar ya lo que le decían, perdido en sus recuerdos. Recuerdos poco agradables, a juzgar por sus ojos encendidos por la ira de saberse traicionado sin poder alcanzar su justa venganza. Un sentimiento del que Isabel Bonita Quireza de Chacón sabía mucho.
—El general Guajardo es un bruto, pero puede entregarle al traidor de Victorino Bárcenas como prueba de buena voluntad. Y se pasará a la revolución con sus hombres, dólares y municiones.
El trato quedó cerrado en el momento. Y la intermediaria, y auténtica artífice de la conspiración que así se ponía en marcha, se encargó personalmente de llevar el mensaje al coronel Jesús María Guajardo Martínez, presentándose en la guarnición dirigida por el general constitucionalista bajo la menos llamativa apariencia de una joven decente de la alta sociedad. El hombre al que llamaban As de Oros, sin embargo, no parecía contento con el resultado de la negociación. «¿Cómo se atreve ese pendejo a pedir una prueba de mi compromiso?», me contó doña Isabel que oyó decir, cuán deliciosa ironía, a quien realmente estaba traicionando la palabra que acababa de dar al jefe del Ejército Libertador. Aunque, para ser justos, el coronel Guajardo no era un traidor, ya que obedecía órdenes de sus superiores y en ningún momento se le pasó por la imaginación, por lo demás escasa, la posibilidad de cambiar de bando. Si no era un traidor, era un espía. Y eso, para un hombre de honor —militar y mexicano, en aquella época; imaginen ustedes lo que significa eso— como cuentan que era, resultaba lo bastante humillante como para que su cólera ante la justa desconfianza de su objetivo resultase más auténtica que fingida.
La decisión final estaba en manos de la presidencia. Háganse cargo, caballeros, de la importancia que debía tener para don Venustiano Carranza librarse de la molesta espina de los rebeldes del sur, ya que no podría contar con ningún general Pershing para perseguir a Zapata emulando la situación en el norte del país. Solo la desesperación explica que diese luz blanca al general González Garza para disponer de las vidas de hombres fieles a su causa de la manera que fuese necesaria. Y, sin demasiados escrúpulos, el general firmó la sentencia de muerte de la tropa del comandante Victorino Bárcenas.
—Lo malo —le dijo Pablo González Garza a la señorita Quireza— es que no tenemos seguridad en que Guajardo tome la plaza.
—La tenemos, mi general. La tenemos, si el propio comandante de la plaza está dispuesto a rendirla.
—¿Y lo está, señora?
—Yo me ocuparé de que lo esté. No lo llaman Judas por nada…
Si recuerdan ustedes lo que sucedió después, no les extrañará que doña Isabel Quireza me pareciese avergonzada mientras me relataba esa parte de la historia. Tal vez fue por eso que decidió pasar por encima de los siguientes acontecimientos con un escueto «No quiero aburrirlo con más detalles, que ya bastante tiempo le he robado con los recuerdos de mi juventud. Supongo que estará usted ansioso por oír lo que he venido a contarle: cómo este revólver mató a don Emiliano Zapata». Y he de confesar que sí estaba intrigado por esa reiterada afirmación, que contradecía la versión oficial que todos conocemos. Pero, a aquellas alturas de la narración, ya me había dejado llevar por ella y me encontraba tanto o más interesado en conocer las circunstancias en que la joven que tenía ante mí, la Hija del Quiro, había formado parte de la historia reciente de nuestra nación que en los hechos que harían famoso este revólver que, en mi fuero interno, ya había decidido comprar. Como supongo que les sucederá a ustedes…
Así que, como el tiempo aún nos acompaña, permítanme la libertad de completar el relato que la señorita Quireza dejó a medias, de manera que aun los más jóvenes entre ustedes se hagan una idea de lo que era vivir en este país en la segunda década del siglo.
El general Victorino Bárcenas, eso ninguno ha podido olvidarlo, murió hace solo unos años, durante la Guerra Cristera. Resulta claro que no fue sacrificado por el gobierno carrancista, y no es difícil discernir la mano de la Hija del Quiro en la nueva traición del entonces comandante. «No lo llaman Judas por nada», le dijo a don Pablo González. Y doy fe personalmente de la capacidad de convicción casi hipnótica de esa mujer de ojos oscuros y mirada fija. No es extraño que el coronel Guajardo pasase al lado rebelde con completo éxito, tomando la posición defendida por el comandante Bárcenas sin demasiadas complicaciones, y tomando presos a más de cincuenta de sus hombres de confianza. Solo el premio mayor, el propio comandante, escapó a la encerrona que, vista con la perspectiva que dan los años transcurridos, resulta cada vez más claro que ayudó a preparar.
Lo terrible de la historia es que don Emiliano Zapata no era un simple ni un zote a quien se pudiese engañar con semejante pantomima, ni siquiera con la palabra de don Eusebio Jáuregui avalando el cambio de bando: exigió que el coronel Guajardo fusilase a los prisioneros —«a esos pinches cerdos federales traidores», cuentan que dijo— para demostrar su adhesión a la causa. Nuevas cartas cruzadas entre el estado de Morelos y la capital, y el destino de cincuenta hombres quedó sellado. ¿Comprenden ahora, si tienen algo de sangre en las venas, la vergüenza de doña Isabel? No es lo mismo ver morir a hombres en combate —y en esos años, con la muerte recorriendo México a sus anchas, la vida de un hombre valía menos que la bala que se la quitaba— que saberse culpable, directa o indirectamente, de enviar a la tumba a cincuenta soldados sin darles oportunidad de pelear, acribillados en el paredón como peones involuntarios en un juego del que nunca supieron que eran piezas. A quien no le tembló la mano, y no me extrañaría si hacemos caso de las barbaridades que se cuentan de él, fue al coronel Jesús Guajardo. Me pregunto si llegó a acordarse de sus acciones de aquel día cuando, al año siguiente, él mismo fue fusilado en Monterrey por rebelión contra el presidente Huerta, desconociendo al gobierno porque este, en deuda con los zapatistas, pensaba entregarles al autor material de la muerte de su jefe. Al menos hay que reconocerle que encaró la muerte como un valiente, con saco elegante y la cara limpia y recién rasurada para la ocasión.
Cumplida su macabra comisión, el coronel Guajardo formaba parte ya del Ejército Libertador del Sur. Y el general Feliciano Palacios, por órdenes del propio Atila del Sur, le encomendó tomar la plaza de Jonacatepec. Hazaña que resultó harto sencilla para un hombre que no solo conocía las disposiciones de la guarnición, sino las órdenes que los soldados federales deberían seguir en caso de ataque. En apenas dos semanas, el coronel Guajardo se había ganado un puesto entre los rebeldes surianos. Y tenía en su poder cinco mil cartuchos de la muy necesaria munición para entregar a su Caudillo, don Emiliano Zapata, con la condición de hacerlo en persona «pues no está bien que un hombre luche por alguien a quien nunca ha mirado a los ojos». No sin ciertas reticencias, propias de la paranoia desarrollada por quien lleva largo tiempo siendo perseguido, don Emiliano Zapata aceptó encontrarse con su nuevo coronel la mañana del diez de abril de mil novecientos diecinueve en Chinameca.



Pasaba ya del mediodía, con el sol brillando entre algunas nubes altas, cuando Feliciano Palacios se acercó a la Hacienda de Chinameca, comisionado por el general Zapata para confirmar que todo estuviese en orden antes de personarse en el lugar. Se entrevistó con el propio coronel Guajardo, quien le aseguró que estaba ansioso por platicar con su nuevo general, al que recibirían con honores militares. «Como se merece, carajo», cuentan que fueron las palabras exactas del renegado federal. Parece que don Feliciano, que no era el primer enviado del Atila del Sur desde su llegada a la zona unas cuatro horas antes, quedó convencido de la buena fe de don Jesús María Guajardo. Por lo que regresó al campamento de los suyos para organizar la visita.
—Solo quiere convidarlo al almuerzo, mi general. Incluso le ha regalado un alazán para la ocasión.
—Eso parece, eso parece… —Dubitativo, don Emiliano atusaba las guías de su bigote. Rodeado por hombres de confianza, lo mejor de sus tropas, no tenía nada que temer. Pero el viejo instinto le decía que si entraba en el terreno de quien servía a Carranza apenas dos semanas antes…
—Hace bien en desconfiar, general —le confirmó la mujer que, ocultos sus rizos bajo un sombrero charro y portando un colt de otra época al cinto, se sentaba en una roca cercana—. No se acerque sin escolta.
—No pensaba hacerlo, doña. El general Palacios y el capitán Castillo me acompañarán.
—Junto a una guardia de honor, como merece su categoría —terció el mencionado general Palacios.
La Hija del Quiro sonrió antes de levantarse y caminar con desenvoltura un par de metros, hasta asomarse a Chinameca, más al norte, totalmente visible desde el campamento de Piedras Encimada.
—No debería ir usted en primer lugar, don Emiliano. Yo lo he traído hasta aquí, y pretendo que todo acabe como debe acabar: déjele su saco y su sombrero a uno de sus hombres, y veremos las intenciones del coronel Guajardo.
Según contó don Salvador Reyes Avilés, pasaban unos minutos de las dos de la tarde cuando don Emiliano Zapata, el Atila del Sur, llegó al dintel de la puerta de la Hacienda de Chinameca acompañado por su escolta, nueve hombres leales y bien armados dirigidos por el general Palacios. Todo parecía ir según lo previsto, ya que el capitán Ignacio Castillo conferenciaba con su anfitrión, el coronel Guajardo, unos metros más allá de la puerta vigilada. Algunos de los escoltas, hombres bragados y bien avisados, miraban con suspicacia a los desertores federales que vigilaban, a intervalos irregulares, el cercado de la finca. Pero el general parecía tranquilo, y se adelantó hacia el ordenanza de la puerta, montando orgulloso el alazán que le habían obsequiado esa misma mañana y al que ya los hombres se referían como As de Oros, mientras Castillo saludaba su llegada con una sonrisa. Se adentró en la hacienda, seguido al trote por sus leales, mientras veía a su derecha un grupo de soldados que se disponían a rendirle honores. El guardia que lo recibió dio un paso al frente, clarín en mano, y entonó tres largas notas que avisaban de la dignidad del recién llegado. Satisfecho, el Caudillo se volvió en su caballo para hacer una seña a los cerros del sur. No vio, por ello, el revólver que sustituyó al instrumento musical en manos del soldado a su vera. Solo sintió el impacto en su pecho antes de oír el estampido del disparo.
Después, si me permiten la expresión, se desató el infierno. Los honores que los soldados, aún federales, rindieron a los recién llegados consistieron en una descarga cerrada de fusilería. La mitad de las balas aún impactaron en el cuerpo del cabecilla antes de que llegase a tocar el suelo, rematándolo mientras intentaba desenfundar el arma que no llegaría a disparar. Junto a él cayó, cubriéndolo con su cuerpo yerto, Feliciano Palacios. También murió ese día Ignacio Castillo, ejecutado por el revólver del coronel Guajardo cuando, la sonrisa congelada en su rostro, se adelantaba para ayudar a sus compañeros de armas. Dice la crónica de don Salvador Reyes que él vio de primera mano cómo moría Emiliano Zapata, y que pocos salvaron la vida al huir de los federales que los rodeaban. Se atreve a afirmar, incluso, que la tropa que esperaba en los cerros se desbandó sin saber bien qué estaba sucediendo.
En realidad, don Emiliano Zapata seguía con vida en los cerros, con la sangre ardiendo vengativa en sus venas al ver la traición que le aguardaba en Chinameca. Veía huir a los últimos de los valientes que habían ocupado su lugar, y podía distinguir el cadáver del hombre al que tomaron por él. «Creo que se llamaba Manuel», me dijo la señorita Quireza, «pero ya no estoy segura». En aquellos momentos tenía otras cosas en las que pensar, pues ya reunía el general a los soldados que deberían tomar al asalto la Hacienda de Chinameca.
—¡Espere, mi general! —lo detuvo con un grito, reforzado por la suave presión de su mano sobre el hombro del caudillo airado—. Piense lo que hace, hombre. Seguro que hay más tropa que la que se ve ahora. ¿Es que va a dejar que el sacrificio de esos valientes sea en vano?
Don Emiliano Zapata la miró un momento, con los ojos muy abiertos y una expresión casi ausente, sosteniendo el revólver en su mano crispada mientras la mandíbula empezaba a temblarle bajo el fiero bigote.
—Conozco un sitio, mi general —continuó ella, con un tono suave y calmado que se convertía casi en un susurro—. Un lugar donde estaremos a salvo de esos traidores, hasta que pueda usted vengarse.
—Los hijos de la chingada… —el general miraba ahora a un lado y a otro, valorando el ejército con el que contaba en ese momento—. Seguro que ahora mismo está saliendo un escuadrón de caballería de Cuautla.
—Pues vamos a Jumiltepec.
Así se cerró la trampa. Les juro, caballeros, que el rostro de doña Isabel Bonita reflejaba el odio que debió sentir aquel día cuando rememoraba los hechos para ponerlos en mi conocimiento. Pero don Emiliano Zapata no se dio cuenta, en el calor del momento, y ordenó a su hueste que se dispersasen, que evitasen las patrullas federales y regresasen a la plaza fuerte de Cuernavaca. Allí se reuniría con ellos, por el bien de la Revolución. Por lo pronto, cabalgó en un corcel blanco con un único escolta rumbo a Jumiltepec, al lado de la Hija del Quiro, a quien todavía consideraba su aliada. Rumbo al lugar donde se gestó el odio.
Se ocultaron hasta la noche en la habitación alquilada a gente fiel a la Hija del Quiro. Pero don Emiliano estaba ya de los nervios, y su acompañante sugirió templar los ánimos con un tequila en la cantina, ya vacía de ojos indiscretos. Con su único escolta custodiando la puerta, el hombre que de nuevo había burlado a la muerte se relajó, por primera vez en horas, bebiendo junto a una mujer hermosa que cabalgaba como un hombre. No decía nada, sin embargo. Miraba sin ver, rumiando su venganza mientras se mordía las puntas de los bigotes, brindando en silencio con los fantasmas de los hombres que había sacrificado aquel atardecer. De rato en rato miraba de reojo a su compañera, acordándose de su amada Petra Torres y de las mujeres que habían pasado por sus manos antes que ella.
—¿Recuerdas lo felices que fuimos aquí, Emiliano?
La pregunta lo cogió por sorpresa, pues era una voz de otro tiempo que ya creía olvidado la que le hablaba. Todo seguía igual que entonces, pensó al darse la vuelta para ver la cantina de Jumiltepec, casi vacía de parroquianos, y la chavita de cabellos fragantes y ojos oscuros que besaba el suelo que él pisaba, en los días en que la vida era buena. La misma que lo miraba ahora de frente, ya una mujer altiva y orgullosa de mirada ardiente que lo encañonaba con un colt peacemaker sostenido con mano firme.
—¿Eres tú, Bonita? —preguntó, afirmándose en la barra para no perder el equilibrio al levantarse del taburete, perjudicado como estaba por el exceso de tequila en ayunas—. ¿Qué haces con ese revólver? ¿Es el de tu padre? Suéltalo, o te harás daño…
—¿Te acuerdas —lo interrumpió ella con tono monocorde— de la humillación? Han pasado ya casi seis años, pero todavía me escuece la mejilla cuando estás cerca.
—Pinche perra, no me apees el tratamiento. ¿Acaso me perdiste ya el respeto? ¿Para qué me has traído aquí? ¿De donde sales?
—He venido a buscar las disculpas que me debes.
—¡¿Disculpas?! —el rostro del general Zapata estaba desfigurado por la ira acumulada, que explotaba ante la provocación inmediata— ¿Qué disculpas le debo yo a una mujer? No serás la primera a la que tengo que poner en su sitio…
—¡No me alces la mano, cabrón! —le espetó para pararlo en seco, agitando el peacemaker frente a él, apenas a medio metro del tembloroso mostacho—. Te dije que no te atreverías a tocarme si tenía mi revólver conmigo. Y ahora lo tengo.
—Yo también tengo un revólver —respondió don Emiliano, bajando la mano lentamente hacia la funda que colgaba en su cadera—. Y lo he usado más de una vez. ¿A cuántos hombres has matado tú, pendeja?
No hubo más conversación. Don Emiliano Zapata llevó la mano con rapidez a su arma, pero no llegó a tocarla: el colt peacemaker que apuntaba a su cuerpo escupió fuego dos, tres veces, temblando en las manos inexpertas de la tiradora. Pero no podía fallar a esa distancia, y quien había sido el Atila del Sur se derrumbó contra la barra, deslizándose al suelo polvoriento de la cantina mientras se ahogaba en la misma sangre que empapaba su camisa. Y murió susurrando algo que la señorita Quireza no llegó a entender. O me dijo que no llegó a entender…
Poco más hay que contar. Los disparos, y los parroquianos huyendo de la trifulca alertaron al escolta, que entró a la carrera. Poco esperaba que fuese su aliada la autora de los disparos, y perdió un instante precioso en buscar al asesino. Para cuando comprendió la verdad, dos balas perforaban ya su cuerpo, arrebatándole la vida. La noticia del pleito de la cantina se extendió rápidamente, y el propio coronel Guajardo acudió a recoger el cadáver que, con la sangre de las heridas todavía fresca, sería expuesto ante los curiosos en Cuautla para que todo el estado de Morelos supiese que el general Emiliano Zapata estaba muerto. El resto ya lo ha contado la Historia, la que omite lo sucedido en la cantina de Jumiltepec.
¿Y la mujer que mató al caudillo suriano? Su nombre era Isabel Bonita Quireza de Chacón, y me vendió este revólver. Nunca volví a verla.

viernes, 25 de noviembre de 2016

MIS PROBLEMAS CON 7º MAR (2ª PARTE)



Aunque gracias a los comentarios y consejos de algunos de los que me leéis he reconducido algunos elementos de los que me estaban causando dificultades, la versión definitiva de mi aplicación del reglamento de la segunda edición de 7º Mar se pondrá a prueba en la siguiente sesión, con el grupo regresando a Charouse e involucrándose (espero) en nuevas situaciones sociales. Y, mientras llega ese momento, voy a comentar las partes del reglamento que quedaron colgadas en la entrada anterior; empezando, precisamente, por lo que atañe a situaciones sociales.




RIESGOS TRANQUILOS: SECUENCIAS DRAMÁTICAS (DRAMATIC SEQUENCES)
Según el reglamento, la manera más rápida de distinguir una Secuencia de Acción de una Secuencia Dramática es que la primera implica peligro físico inmediato, mientras que la segunda sirve para incrementar la tensión. Es decir, que la Secuencia Dramática lleva un ritmo más pausado, y sus peligros afectan a los Héroes más a largo plazo, en forma de consecuencias sociales antes que simples daños.
En esencia, la estructura a nivel de reglas no difiere de la que vimos en un Riesgo: Enfoque, Consecuencias, Oportunidades y esas cosas… Vamos, la básica, diferenciándose de las Secuencias de Acción en que aquí no hace falta llevar la cuenta de Acciones de la Escena, ya que todo sucede de manera (más o menos) simultánea. Lo que caracteriza a una Secuencia dramática es la duración: la Escena narrada se dilata en el tiempo, con los Héroes utilizando los Éxitos en los momentos que consideran claves para avanzar en la historia. No significa esto que la Escena termine si los Héroes no utilizan sus Éxitos: simplemente, dejarán de afectar el devenir de los acontecimientos, que pueden ponerles las cosas en contra o, simplemente, ignorarlos.
Aquí es donde surgió mi problema con éstas: la idea de base me parece francamente interesante, con la posibilidad de describir la situación a un ritmo “no-táctico” que evite entrar en detalles innecesarios, dejándola fluir al paso que marque la mesa de juego (incluso con conversaciones insustanciales), pero manteniendo la intervención de los Héroes mediante el gasto de sus recursos en forma de Éxitos. Pero, en la práctica… Bueno, lo que me he encontrado hasta ahora han sido Secuencias largas, en las que los Héroes se quedan escasos de Éxitos. Sobre todo a la hora de improvisar un nuevo Enfoque, ya que la longitud de las Escenas redunda en la variedad de acciones involucradas, lo que lleva a la necesidad de cambiar el Enfoque más a menudo que en una Secuencia de Acción.
¿Soluciones? Según me han recomendado, el problema que acabo de mencionar pude solucionarse con Escenas más cortas. Me lo planteo, a ver cómo sale, aunque hay momentos en los que parece complicado (incluso arbitrario) introducir un cambio de Escena (lo que conlleva un cambio de Secuencia, con su nuevo Enfoque, etc…) cuando la que está en curso parece continuar de manera natural, sin interrupciones. Pero, claro, si los Héroes saltan a la palestra con una media de 3 o 4 Éxitos y una acción con Enfoque improvisado ya se lleva 2 Éxitos… O se centran en el tipo de acciones que pensaban realizar desde el principio, o se quedan a ver pasar la Escena sin poder alterarla. Será cuestión de ir afinando…



Más grave me parece la manera en que esto incide en el juego de bazas: cada Héroe sabe desde el principio con qué recursos cuenta (los Éxitos, o Aumentos, obtenidos de su tirada), y sólo tiene que ir decidiendo en qué momento emplearlos. Esto no sólo condiciona la manera en que el Héroe va a afrontar la Escena (normalmente, con más recelos según avanza la narración), sino la manera en que los jugadores perciben la secuencia e, incluso, a sus propios Héroes. O la manera en que los propios pnjs perciben a los Héroes. Es decir, pongámonos en el caso de un seductor James Bond que resulta incapaz de decir siquiera algo coherente ante una dama despampanante (y aparente fuente de información importante) por el mero hecho de que ha desgastado sus recursos en flirteos previos, de los que no sacó nada útil para la historia, durante la misma velada. Y es que, por supuesto, el jugador no esperaba que apareciese esta oportunidad. ¿Debería forzar un cambio de Escena para pedir una nueva tirada? ¿O es mejor que el jugador sea consciente del peligro de que sucedan estas cosas, de manera que su siguiente Bond, James Bond, se pase la noche ignorando las oportunidades de seducción en espera de un objetivo más apetitoso? Lo suyo sería convertir cada coqueteo en un Riesgo con su propia tirada, acercándonos a juegos más tradicionales, pero eso rompe por completo con el espíritu de la Secuencia Dramática (interesante de base, como ya dije) en aras de una mayor verosimilitud y coherencia de personaje, aunque nos perdamos en detalles secundarios, insustanciales para la trama.
¿Cómo manejaríais estas situaciones? A lo mejor, se me ocurre mientras escribo, lo que deba hacer es orientar a los Héroes mediante la descripción de situaciones, para que no gasten los Éxitos en cosas que no van a afectar a la historia…



DOMANDO AL DIRECTOR DE JUEGO: PUNTOS DE HÉROE Y PELIGRO.
Ahora vamos a uno de los meollos del sistema, una de las cosas que están en el corazón de 7º Mar desde la primera edición, y una de las cosas que nunca intenté cambiar precisamente por eso. Sin embargo, me parece de lo más significativo para reconocer el estilo de juego que nos proponen y, por desgracia, una de las herramientas que atentan precisamente contra él.
Voy a explicarme empezando por el principio: un breve resumen de lo que son los Puntos de Héroe y Puntos de Peligro. Básicamente, los Puntos de Héroe se entregan a los jugadores por realizar acciones coherentes con la ambientación y sus personajes (que para eso tienen Rasgos que indican el comportamiento necesario para obtenerlos), y pueden gastarlos para realizar acciones todavía más espectaculares y obtener más dados para las tiradas. Los Puntos de Peligro son su equivalente para el director de juego, y funcionan de manera parecida.
¿Y dónde está el problema? Desde mi punto de vista, el problema surge cuando las reglas establecen límites a lo que el director de juego puede hacer, entrometiéndose en su criterio y en el devenir de la historia.  Esto sucede con los Puntos de Héroe, sí, pero sobre todo con los Puntos de Peligro. Principalmente, por la obligatoriedad de utilizar estos puntos para algunas mecánicas de juego: la magia, sobre todo.
Pensad un momento en lo que esto significa para los jugadores: un mago está limitado en lo que puede hacer por su comportamiento. ¿No suena mal? La verdad es que sería una aproximación interesante (y tampoco penséis que totalmente original) si estuviese integrada en la ambientación. Pero no: los comportamientos no responden a ningún requisito místico, sino al mero carácter humano de los personajes. Pero, donde un espadachín puede seguir utilizando sus capacidades sin límite aunque se haya quedado sin Puntos de Héroe, un mago deja de serlo. Sí, vale, por su propia idiosincrasia, la magia tiene que estar limitada (¿Tiene que estar limitada? Eso nos han enseñado, que un gran poder conlleva una gran limitación. Pero, ¿de verdad tiene que ser así en todas las ocasiones o ambientaciones? Bueno, es tema para otra ocasión), pero no tiene que estar limitada de manera arbitraria. De hecho, además, en ningún punto de la ambientación se mencionan estas limitaciones, ni en la primera edición ni en ésta: no hay relatos de magos que tengan que esperar para recargar su poder.
Pero, mientras los jugadores están trasteando con sus Puntos de Héroe, al director de juego le asignan unos Puntos de Peligro que son la peor idea que he visto en todo el reglamento. ¿Por qué? Porque el director de juego es el resto del mundo. Permitidme que lo repita: EL DIRECTO DE JUEGO ES EL RESTO DEL MUNDO. Y, por seguir con el ejemplo más sangrante, TODOS LOS MAGOS DEL MUNDO están limitados a usar sus poderes con los Puntos de Peligro que tenga el director en ese momento. Y eso afecta también a los aliados: ¿queréis que una Bruja del Destino os eche las cartas? Bueno, ella está dispuesta, pero… Mala suerte, amigos: ¿os acordáis del momento en que obligasteis a aquel Villano a gastar todos los Puntos de Peligro para haceros frente? Pues vuestra aliada, controlada por el director de juego, ya no puede hacer magia para ayudaros… Vaya.



Me diréis que la solución es sencilla. Hay dos, de hecho; a cual peor. La primera es que el director improvise, como se ha hecho siempre: la escena no necesita tiradas, es narración ambiental pura y dura, así que la magia funciona y el personaje no jugador abre el portal, echa las cartas o lo que sea. Y eso está mal en este sistema, porque va contra él. Y va contra él porque los Puntos de Peligro no permiten que el director de juego haga cosas: los Puntos de Peligro limitan las cosas que el director de juego puede hacer. Si éste empieza a juzgar cuándo seguir las reglas y cuándo no, de manera arbitraria… Bueno, sí, es una de las prerrogativas del director de juego, pero afecta a la confianza de los jugadores. El director es Dios, pero no debería recordárselo a sus jugadores.
La segunda solución… Bueno, es muy fácil conseguir más Puntos de Peligro a base de comprar dados no usados para conseguir Éxitos (aumentos) en las tiradas de los jugadores (actividad que les proporciona Puntos de Héroe a cambio). Y el problema aquí estriba en que, en primer lugar, esta compra está muy mal explicada, que la estuve repasando para esta entrada y habla de los dados no usados antes de realizar la tirada ¡! Además, descubrí que yo lo hacia según las reglas de inicio rápido con las que entré a esta edición (es el jugador quien decide vender sus dados), y acabo de leer que es el director quien puede forzar la compra. Sí, vale, va a recompensar con un Punto de Héroe al jugador, pero… ¿Cuándo comprar y cuándo no comprar dados? Teniendo en cuenta que esa acción recompensa individualmente a un personaje, aunque puede perjudicar colectivamente al grupo, puede dar lugar a agravios comparativos (Los Villanos bien que usan los puntos de peligro contra mí, pero nunca me compras mis dados y sí los de menganito), lo que obliga al director a controlar otro factor más en la mesa: ¿a quién ya le he comprado dados? Lo mejor, de hecho, es comprar todos los sobrantes y punto. ¿Qué puede salir mal? Todos tendrán Puntos de Héroe para ser espectaculares en sus acciones, y nunca nos faltarán Puntos de Peligro para mover las escenas y ponerles las cosas complicadas.
Y tenemos un nuevo problema: los Puntos de Peligro se usan para hacer cosas. Cosas como aumentar la dificultad de las tiradas de los Héroes, regalar dados a los Villanos, activar características de los Matones… Por tanto, una vez el director tiene los Puntos de Peligro y los Héroes están en medio del jaleo, ¿qué le impide usarlos? ¿En qué escenas debería utilizarlos y en cuáles no? Y, si los tiene encima de la mesa (Sí, se usan con marcadores, para que se vean) y no los usa, ¿qué pensarán los jugadores? ¿Un hombre llamado Diego Alatriste pudo matarlo, y no quiso? Al final, si llegamos el momento en que hay Puntos de Peligro de sobras, queda claro cuándo ejerce presión el director y cuándo no. Y, si en un sistema clásico el director actúa a veces como un árbitro imparcial y puede camuflar sus intenciones de proteger a los Héroes en aras de la historia, aquí se verá siempre el momento en que decide perdonarlos o sacrificarlos. Nunca mejor dicho, ya que los dados nunca matan a nadie en 7º Mar: el director de juego debe usar un Punto de Peligro para matar un Héroe indefenso. Lo que, lejos de salvaguardar la vida de los osados personajes, significa que cada Héroe muerto obedece a una decisión voluntaria y consciente del director.
Cuanto más lo miro (y ya os dije que lo veo tan integrado en el sistema que voy a seguir usándolos, aunque ya veremos cómo), más me da la sensación de que estas situaciones no eran las que el autor buscaba con estas mecánicas…



¿Y ÉSTA ES MI RECOMPENSA?: LAS HISTORIAS PERSONALES
Otro de los problemas, y éste es uno del que no me di cuenta hasta que deje el juego en manos de mis jugadores, es la mejora de los Héroes. En 7º Mar no hay experiencia al uso: cada Héroe debe contar una Historia, y al completarla obtiene recompensas en forma de mejora de habilidades, atributos, ventajas, rasgos, etc…
A priori parecía una buena idea: los jugadores tienen el tipo de historia de quieren jugar, y van mejorando al personaje al completar estas historias. Es más, existe el concepto de Historia del Director de Juego, que es la que va contando éste por detrás para hilvanar todo el conjunto: de aquí saldrán (seguramente, aunque a veces las situaciones cambian) el Villano principal y la trama que involucra a todo el grupo. Y completar esta Historia recompensa a todos. ¿Qué problema puede haber con esto?
Pues a mí me está causando dos problemas.
Para empezar, que los jugadores no siempre saben lo que quieren. Saben lo que les gusta, y lo hacen saber en mesa (aunque sea de manera indirecta), y saben lo que los divierte. Pero no siempre saben darle forma a esas pulsiones para generar una Historia Personal que cubra sus anhelos de la manera que esperan. De hecho, y quizás sea problema de la gente con la que juego, estos momentos de ahora eres un mini-director de juego los estresan más de lo que los involucran en el trasfondo (excepto a un par de ellos, que siempre hay excepciones).
Y el segundo resulta más grave: las Historias están completamente desvinculadas de sus recompensas, lo que está causando dudas entre mis jugadores acerca de qué habilidad o rasgo adquirir para cada Historia. ¿Tiene que ser algo que hayan usado? ¿O que se relacione con el objetivo de la Historia? Cosa complicada, pues hay Historias que pueden tener muchos pasos (lo que redunda en que se tardan varias sesiones, a veces demasiadas, en ver el resultado), lo que implica múltiples acciones y características involucradas a lo largo de una gran cantidad de escenas. Al final, tienden a escoger las características que necesitan y con las Historias mínimas para ver mejoras lo antes posible.
Y, claro, será cosa de nuestra mesa, pero el hecho de que cada jugador sepa el final de su Historia y vaya guiando el camino por el que ésta discurre le quita emoción a la cosa. Que no es lo mismo decir Voy a intentar seducir a la marquesa Clarisse D´Alreaux, aunque tenga que rescatarla que decir Voy a seducir a la marquesa Clarisse D´Alreaux, acabando la historia cuando me abandona por haber matado al malvado de su hermano, que estaba detrás de todos sus problemas. Y el primer paso será rescatarla de…La verdad es que vuelve al tema (coherencia, al menos en esto, no le falta al juego) que comentaba al hablar de las Secuencias de la impresión de historia pactada, en la que los jugadores son más guionistas que protagonistas, participando de la creación de la trama antes que de la incertidumbre de vivirla, tomando las decisiones sobre la marcha para afrontar situaciones inesperadas según se presentan.
Una cosa buena tiene este sistema de experiencia, eso sí: dada la lentitud en la mejora, los personajes iniciales resultan bastante completos y, por ello, heroicos en comparación con los de otros juegos. Y, a la larga, los jugadores empiezan a despreocuparse de la recompensa inmediata de mejorar la habilidad tal o pascual, o de acumular puntos de experiencia, para centrarse en las tramas que se están jugando.



MÁS ALLÁ DE LO MUNDANO: REGLAS DE MAGIA
Pongo esto en último lugar porque el principal problema con la magia se basa en reglas ya comentadas, y porque las tengo poco probadas: no hay demasiada magia evidente en 7º Mar, y nunca fue demasiado poderosa: tengo dos hechiceras de Glamour (Caballeros de Avalon, ahora) en la partida, y hay sesiones en los que no parecen magas ni nada.
Sí, ya sé que las reglas dicen que la magia puede ser tan poderosa como para desequilibrar la partida completamente, pero… Quizás algún poder concreto pueda hacerlo, pero la mayoría tienen usos tan específicos que no llegan a afectar de manera significativa al entorno de juego. Esto, que no es intrínsecamente malo, acaba siéndolo por el método elegido para controlar la excesiva presencia de poderes en una partida: mediante los Puntos de Héroe, como ya comentamos anteriormente.
Más allá de esto, lo peor es la diversidad de reglas, variando entre cada herencia mágica. Lo positivo que esta personalización podría traer queda eclipsado, para mí, por lo engorroso de tener que recordar mecánicas diferentes cuando aparecen en la historia, sobre todo entre el grupo de Héroes, magos de diferentes herencias. No es que sean reglas excesivamente complicadas, pero sí que se ven agravadas por las explicaciones sesgadas que se dan de alguna de ellas. Sin ir más lejos, hablando de los Caballeros de Avalon (la que más he leído, por motivos obvios), soy incapaz de encontrar confirmación de que los Glamoures Mayores sólo puedan escogerse asociados al Atributo Mayor, aunque la lógica dice que es así.



Concluyendo: creo que con esto se ven de manera clara cuáles han sido, y están siendo, mis problemas al enfrentarme a esta edición de 7º Mar. Lo principal, por lo que estoy viendo con ayuda de vuestros comentarios, es el cambio de estilo que este tipo de reglas suponen: ya sabía que iba a ser complicado para algunos de los integrantes de mi mesa, pero quizás nos cueste a todos más de lo previsto cambiar el enfoque (y eso que puede hacerse con un Punto de Héroe ;-) ), y eso nos pasa factura. Aunque, por otro lado, creo que la experiencia me deja claras algunas cosas acerca de mis gustos roleros. Y, leyendo un articulito acerca de Fate (en el que encontraba paralelismos con el sistema que nos ocupa en la dinámica de pactar escenas), llego a la conclusión de que mis gustos no encajan con el tipo de narración que proponen muchos de los juegos de la última corriente indie. Pero eso será otra entrada, en la que ya prometí que hablaría acerca de mi visión de los juegos de rol, ahora que he tenido que ponerla negro sobre blanca para descubrir qué está pasando con 7º Mar.
Por supuesto, no renuncio a seguir jugando a 7º Mar, aunque mi experiencia devenga en un híbrido entre lo habitual en mi mesa y las propuestas del reglamento. Y, en la próxima entrada théana, hablaremos del trasfondo en segunda edición, aunque es cierto que queda bastante por ver y que, continuando la campaña iniciada hace años, sigo tirando del trasfondo preexistente. Pero me veo acicateado por un amigo de G+, así que… Cuando deje de diletar, recorreremos Théah todos juntos.

Hasta la próxima.

jueves, 10 de noviembre de 2016

MIS PROBLEMAS CON 7º MAR (1ª PARTE)



Aprovechando que seguimos con 7º Mar en la cabeza día sí y día también, no sólo por hallarnos en plena campaña para la publicación de la 2ª edición traducida sino también porque el próximo domingo tengo que dirigir partida y estoy a vueltas con ello, voy a profundizar un poco más en el reglamento de esta 2ª edición y las dificultades que, personalmente, me presenta en la mesa de juego.



Con los comentarios surgidos a raíz de la entrada anterior me he dado cuenta de dos cosas. La primera es que hay muchos lectores que no han leído el sistema en profundidad, quizás por estar en inglés; y, los que lo han leído, aún no lo han jugado en la mayoría de los casos. La segunda, revisando algunas de las preguntas o discrepancias, es que parece que he entendido cosas diferentes a lo que muchos de vosotros habéis entendido de leer las mismas páginas. Así pues, y confesando que juego mucho de cabeza y no repasé todo lo que ya creía saber antes de publicar mi entrada anterior, voy a repasar las reglas con algo más de profundidad, con el reglamento delante e intentando aclarar qué entiendo en cada apartado y por qué me ha resultado complicado llevar esa regla en concreto a la partida. Por supuesto, para tener un resumen rápido de lo que estamos comentando, os invito a revisar el pdf adjunto en la entrada anterior, aunque en él no he tocado nada acerca de la magia, por ejemplo.
(ACERCA DE LA TRADUCCIÓN: como Ana Navalón aún está en ello, los términos que utilizo no son oficiales, sino mi traducción libre. Y cuando digo libre es porque hay cosas que intenté clarificar en la traducción, para que pudiese entenderlas cualquier persona, y mucho más cualquier jugador, no familiarizada con el sistema en sí. Así, por ejemplo, me permitiréis que siga utilizando el término éxitos en lugar de aumentos para referirme a los raises. Que, por otro lado, creo que sólo conservan ese nombre como guiño a la primera edición del juego, porque es un sinsentido en el reglamento actual. Ah, y voy a empezar con mayúsculas las palabras clave, al estilo inglés, para que destaquen en el texto y sean reconocibles)



LA TIRADA BÁSICA: EL RIESGO (RISK)
Vamos a empezar por el principio, definiendo cómo gestiona 7º Mar 2ª edición lo que llaman un Riesgo, que no es más que la tirada más básica (presente en el resto del sistema, ya que es su esqueleto), la que se lleva a cabo cuando existe posibilidad de fallo o de no llegar al nivel de éxito óptimo deseado.
El jugador determina su Enfoque (Approach) para afrontar el Riesgo. Según sea este Enfoque, decide el Director de Juego qué combinación de Atributo (Trait) y Habilidad (Skill) se utilizan para reunir dados para la tirada.
Y aquí viene mi problema con este apartado (un problema menor, sí, pero un problema): el Director de Juego debe explicar la escena en profundidad, definiendo qué Consecuencias (Consequences; efectos negativos, en realidad) tendrá para el Héroe (los personajes de 7º Mar siempre son Héroes) la escena, y qué Oportunidades (Opportunities; beneficios colaterales) pueden obtenerse de la misma. Dejando claro, por supuesto, cómo utilizar los Éxitos (Raises) obtenidos para evitar unas y aprovechar otras, aparte de obtener el triunfo en el Riesgo. Para mí, quizás por la falta de costumbre, esto supone ya un enlentecimiento considerable de la acción, que va en contra de todo lo que, en mi cabeza, debería ser un sistema narrativo.
Es decir, donde en un juego más clásico diríamos:
Ves la habitación en llamas, con una ventana al otro lado. Sobre la mesa, cercados por las llamas, los papeles del cardenal. ¿Qué haces?
—Corro hasta la ventana, pero intento coger los papeles.
—Tira Atletismo. Venga, te subo la dificultad por parar a por los papeles…
[Sonido de dados]
—Vaya, he fallado.
—Bueno, pues te lanzas a por los papeles, pero no llegas a tiempo. Se consumen en llamas que te rodean, causándote [Ruedan los dados] tanto de daño.
—Caramba, qué contratiempo (Son jugadores bienhablados). Me lanzo hacia la ventana, entonces, para salir de este infierno.
—Pues Atletismo de nuevo.
[De nuevo los dados]
—Ahora sí que ha salido bien.
—Pues das un salto sobre las rugientes llamas, alcanzando el alféizar con la ropa ya humeante. Asomas al exterior, intentando ver algo en medio de la columna de humo que abandona la habitación condenada.
En este juego resulta:
—Ves la habitación en llamas, con una ventana al otro lado.
—Voy a intentar abandonar el palacio por ahí, que esto se viene abajo.
—Pues es un Riesgo, que ya se ve que la situación no es segura. ¿Cómo piensas enfocarlo?
—No creo que haya demasiadas opciones: salto lo más rápidamente que puedo, intentando evitar las zonas ardientes. Quizás pueda ayudarme de los muebles, o balancearme de la lámpara, que siempre queda guay… ¿Hay una lámpara aquí?
—Supongo que sí. Son los aposentos del cardenal… De todos modos, es una tirada de Destreza + Atletismo sin duda alguna. Ya sabes que necesitas 1 Éxito para superar el Riesgo, como de costumbre. Pero habrá Consecuencias: las llamas, el calor y el humo te causarán 2… No, venga, que sean 3, que está la cosa chunga: 3 Heridas. Sin cosas raras: a evitar cada una con 1 Éxito. Además, hay una Oportunidad en esta escena: los papeles del cardenal aún están sobre el escritorio, y con 1 Éxito puedes hacerte con ellos antes de que ardan.
—Vale, entendido. Tiro entonces… [Sonido de dados, cálculo de Éxitos] Tengo 4 Éxitos.
—Pues tú me dirás.
—El primero va para superar el Riesgo. Y voy a hacerme con esos papeles, lo que se lleva otro Éxito.
—¿Y 2 para evitar Heridas?
—No. Que sea 1, porque con el otro quiero… ¿No tenía el cardenal una amante? La desconocida de rizos negros…
—Eso parece, sí.
—Seguro que esa mujer ha estado aquí. Así que, según cojo los papeles, derribo el escritorio fuera del camino de las llamas, usando el último Éxito para crear una Oportunidad para Denise, que viene detrás, para que encuentre algo que nos dé una pista de su identidad. Me llevo 2 de Daño mientras lo hago, pero después salto sobre la cama para alcanzar el alféizar de la ventana, libre de las llamas.
—¿Y crees que Denise querá coger esa Oportunidad?
—Ah, eso ya es cosa suya…
Lo que veo aquí es que 7º Mar minimiza el número de tiradas necesarias (como debe ser en un sistema de estas características), aunque no necesariamente la facilidad o sencillez de cálculo en dichas tiradas (no hace falta una ingeniería, claro, pero hay que reconocer que aún pasan un rato algunos jugadores calculando los Éxitos o Aumentos); pero, a cambio, ralentiza el desarrollo de la escena y elimina la incertidumbre al incorporar la necesidad de pactar los resultados (Consecuencias y Oportunidades) de la situación. Ah, y ya se ve (en el ejemplo de creación de Oportunidad para que la aproveche otro jugador) que sale mejor con jugadores proactivos e involucrados en la acción, ya que van a soportar gran parte del peso de la narración. Lo que no es malo en sí mismo, por supuesto, pero también es un matiz a tener en cuenta cuando saquemos conclusiones de mis primeras sesiones de juego.
Quedaos con lo dicho para el momento en que hablemos de las conclusiones…



AHORA TODOS JUNTOS: LA SECUENCIA DE ACCIÓN (ACTION SEQUENCE)
El siguiente paso en el reglamento tiene lugar cuando actúan varios Héroes en la misma Escena, o cuando aparece al menos un Villano contra el que es necesario combatir. La manera de poner en orden todo este batiburrillo es dividir el Riesgo (que pasa a ocupar un Turno o Round) en varias Acciones, que van cogiendo Héroes y Villano en orden descendente de Éxitos.
¿Y cuál es el problema aquí? Con lo que yo me he encontrado es con que la situación se vuelve aún más lenta. No sólo porque haya más actores involucrados (múltiples Héroes, algún Villano, etc…), sino porque reincidimos en el problema de descripción de escena previamente, acordando con los jugadores Consecuencias y Oportunidades, volviendo de nuevo al principio para resolver el uso de Éxitos del Turno.
Aunque, en realidad, el verdadero problema empieza con la inclusión de enfrentamientos de esgrima, o Duelos (Duels): las maniobras para esgrimistas parecen hechas deprisa y corriendo, y metidas con calzador (como ya pasaba en la primera edición con cosas como golpe a la garganta). Y su uso en mesa me ha traído el efecto contrario al pretendido: en lugar de convertir los enfrentamientos en dinámicos choques de aceros centelleantes, me encuentro con secuencias de acciones matemáticamente calculadas para aprovechar al máximo los agujeros del sistema (resultando uno de los más evidentes la diferencia entre la maniobra de Parada, sujeta a restricciones como el momento en que debe realizarse, y el simple acto de gastar Éxitos para evitar daños, fuera de la secuencia de acción aunque requiera más Éxitos para conseguir el mismo efecto en casi todas las situaciones. Pero no en todas, claro. O la maniobra de Respuesta, que tiene el mismo coste que una Parada para ofrecer mejores efectos), aunque esto tenga que ver con el tipo de jugadores que tengo, pero… Cuando hablemos de la Teoría del Casco comentaremos por qué para este viaje no hacían falta tantas alforjas.



ME GUSTA SUFRIR: HERIDAS DRAMÁTICAS (DRAMATIC WOUNDS)
En este caso, John Wick ahonda en un concepto que ya presentaba en la primera edición: el efecto McClane. Y, si bien resulta interesante tal y como está aplicado al concepto de la recepción de daño, acaba causando otro problema: no es que los Héroes saquen fuerzas de flaqueza para sobreponerse a las dificultades, sino que forman una pandilla de psicópatas suicidas que buscan sufrir daños con la única intención de mejorar sus estadísticas.
Y el efecto empeora por el curioso sistema de curación: no existe Habilidad de Medicina, ni proceso estandarizado de curación natural. En cambio, todas las Heridas normales desaparecen al cambiar la Escena, y todas las Heridas Dramáticas al cambiar el Episodio (o al pagar a un médico. Que no hay habilidad de medicina para los Héroes, pero a punto de Riqueza por Herida Dramática sí se curan, sí… Todo se compra). ¿Y qué significa esto? Pues que los jugadores calculadores pueden evitar (o intentar evitar) las peleas graves cuando saben que la sesión de juego (y con ella, normalmente, el Episodio) está a punto de terminar, con la esperanza de afrontar recuperados a los oponentes más peligrosos. Y, por el contrario, buscan sufrir al menos una Herida Dramática en las primeras Escenas (incluso forzando algún enfrentamiento menor), para cambiar de Escena y, empezando casi nuevos (si cada Dramática son 5 marcas, y todas las Heridas han desaparecido, tener encima 1 Dramática supone 1 marca sobre 5; tener 2 supone 2 marcas sobre 10; y tener 3 implica 3 marcas sobre 15… Es decir, que sufriendo en sus carnes el equivalente a 3 Heridas normales, un Héroe puede tener marcadas 3 Dramáticas), aplicar los efectos por haber sufrido Heridas Dramáticas. Y esto supone aumentar sus posibilidades según el efecto McClane: la primera Dramática permite sumar 1 dado a todas las tiradas, y la tercera causa que los 10 exploten (para los novatos: que se añade otro dado a la tirada), quedando el efecto negativo en la segunda Dramática que suma 2 dados a los Villanos que enfrenten al Héroe (y sólo a los Villanos. Bueno, y esto también es un problema per se cuando un Villano se enfrenta a múltiples Héroes, si pensáis en ello). Los efectos de la cuarta Herida Dramática ya no los cuento, porque incapacitan al Héroe…



Recapitulemos las dificultades que encuentro hasta ahora, que puestas en orden vienen a ser variaciones de lo mismo:
1) La narración: pongo esto primero porque no es culpa del juego, sino de los jugadores (incluyendo al director, claro). Aunque no somos especialmente simulacionistas, culoduros, oldschoolers o como queráis llamarlo, cierto es que nos cuesta en ocasiones cambiar el chip y olvidar las tiradas a favor de la descripción y narración desde el personaje. Sobre todo he notado que sólo un par de jugadores son realmente proactivos, y al final he tenido que volver a describir yo las escenas (Verás tú cuando mis jugadores lean esto…). No es muy grave, pero sí puede afectar a la percepción del resto de problemas.
2) La lentitud: a lo mejor es una manía personal, porque también me ha pasado con las iniciativas de Aquelarre. Y, como con éste, debo preguntaros si soy el único al que le pasa esto con 7º Mar. Es que eso de tener que describir las escenas para que los jugadores comenten lo que desean hacer, volver sobre la descripción para encajar todo lo que van a hacer los Héroes en la escena, y recorrerla por última vez para ir resolviendo el gasto de Éxitos (o Aumentos)… ¿A nadie más le cuesta agilizar estas escenas?
3) Las escenas pactadas: relacionada con lo anterior, persiste la sensación de que los jugadores no son los protagonistas de la historia, sino más bien los guionistas. Es decir, los jugadores no enfrentan las situaciones actuando sobre la marcha, sino que ayudan a definir la escena que después los actores (ellos mismos, en este caso, que el presupuesto no da para más) van a interpretar. No sólo insistimos en las múltiples vueltas sobre cada escena, sino que nos lleva al problema de las escenas encorsetadas. Como el director de juego tiene que definir la Escena, con sus Consecuencias y Oportunidades, para que los Héroes puedan determinar su Enfoque, me veo imposibilitado para improvisar sorpresas antes de cambiar de Escena (cosa que sí pueden hacer los Héroes, creando Oportunidades para los compañeros), a menos que alguna de las tiradas acabe en fracaso. De momento, me gustaría saber si alguien más tiene esta sensación de ponerle cercas al campo con la manía de hacer reglas para todo; y volveré sobre ello en la segunda parte, cuando hablemos de los Puntos de Peligro, otra de las lacras de este tipo de sistemas (desde mi punto de vista, por supuesto).



Básicamente, lo que quiero decir es que el sistema no permite decidir, ni por parte del director ni por parte del azar de los dados, que el techo se derrumba por las llamas o que el fuego se extiende de tal manera que bloquea la ventana a la que los Héroes pretendían llegar, ya que los jugadores protestarán (con toda la razón) por este cambio de la situación que hubiera modificado su Enfoque o el gasto de los Éxitos previsto. Y donde, en un juego clásico, podría modificar la escena descrita antes (sin encomendarme a Dios ni al Diablo) pidiendo una tirada de Percepción a los Héroes que corren por la habitación en llamas para que descubran (o no) que la amante del cardenal está atada y amordazada detrás de la cama (mandíbulas al suelo y a ver qué hacemos ahora), en 7º Mar no puedo incluir esta información en medio de la Escena. Lo más sorprendente que podría hacer, sin abandonar las reglas, es decirles que hay otra Oportunidad en la Escena, sin describirla hasta que alguien la coja (y no estoy seguro de que sea completamente legal incluir Oportunidades ocultas). Me parece lo contrario a un juego narrativo, pero…
4) La teoría del casco: tal vez debería describiros antes, para que sepáis en qué aguas nos movemos, mis puntos de vista acerca del rol, lo narrativo, la descripción desde la ficción o desde el sistema… Pero, como no quiero alargarme (y ya os iréis haciendo una idea, que todas estas quejas dicen más acerca de mí que de 7º Mar, eso seguro), sólo voy a explicar la teoría del casco.
La llamamos así porque surgió en los lejanos días de AD&D, cuando intentábamos que los jugadores comprasen cascos para sus personajes, porque era lógico, verosímil y realista. Pero los cascos había que pagarlos, e incluso incurrían en penalizaciones a la percepción. Y, dado que las reglas básicas ya contemplaban las armaduras como un todo, no había ningún beneficio adicional por llevar cascos. Así que tuvimos que preguntarnos: ¿por qué la gente llevaba cascos (y aún los llevan) en el mundo real? La respuesta es: por el beneficio. Y, si introduces un beneficio en el uso de esa indumentaria en las reglas (aunque sea sólo para reducir efecto de los críticos, por ejemplo), verás a los jugadores (a algunos jugadores, al menos) asumiendo sus costes y penalizaciones para disfrutar del beneficio. Y ya no hay que explicarle a nadie cómo se comportaba la gente en la edad media: los jugadores se comportan igual, y por los mismos motivos.



¿Qué tiene que ver todo esto con 7º Mar? Que ha introducido mecánicas simplificadas para potenciar la narrativa que chocan con la lógica de los jugadores y causan el efecto contrario (otra vez) al deseado. Por ejemplo, si se utilizan dagas, espadas de esgrima y hachas a dos manos con la misma habilidad y, para la mayoría de los Héroes (sólo algunas maniobras o escuelas de esgrima exigen algún tipo de arma concreta), causan el mismo daño, tienen la misma iniciativa, etc… Nos encontramos con que sólo la lógica del grupo distingue unas armas de otras. Y esa lógica es la que determina que es fácil entrar en una fiesta con una daga (una dama que la lleve debajo de las faldas de época ni siquiera tendría que gastar Éxitos en  esconderla), mientras que resulta prácticamente imposible llevar un hacha a dos manos sin llamar la atención. Pero, si a la larga, el hacha va a hacer lo mismo que la daga… ¿Qué ventaja tiene el hacha? Me llevo la daga lo mismo a la fiesta que al campo de batalla y… ¡No puedes hacer eso! ¡¿Dónde se ha visto a los clanes montañeses luchando con dagas?! Vale, vale, no te enfades: me llevo la espada a la guerra, y un escudo.
¿Veis a dónde voy a parar? No hacían falta tantas alforjas… Nos han vendido un libro de reglas para que la conclusión sea Resuelve las situaciones a cara o cruz detrás de las pantallas, sólo para que parezca que hay aleatoriedad, y por delante de la pantalla vamos describiendo la acción de común acuerdo, siguiendo la lógica del grupo y haciendo las cosas porque se supone que se hacen así. Esta discrepancia entre sistema y narración, que parecen ir por senderos diferentes, me molesta sobremanera, porque me da la sensación de que el trabajo está hecho a medias. Si pago por un sistema de juego y no decido las cosas a cara o cruz es para que al jugarlo me lleve a sentir la ambientación, a involucrarme con ella. E incluso los jugadores desconocedores de la ambientación, o reluctantes a jugar así, acaban haciéndolo porque el sistema los obliga. Porque intentar luchar con armas medievales en el s. XXI tiene unas consecuencias que los jugadores descubrirán en sus carnes, y es la razón por la que esas armas y estrategias han desaparecido. Si la descripción sólo queda en manos de los jugadores, si es mera descripción, si le haces el mismo daño a un tanque con una katana y con un bazuca porque acaba siendo lo destruyes si sale cara… Yo me siento estafado. Me quedo con la sensación de que el sistema fracasa.



En fin, ya os he dado mucho la chapa. En la siguiente entrada hablaremos de Puntos de Héroe y Puntos de Peligro, de Secuencias Dramáticas y, espero, de Magia.

P.S.: pese a todo lo leído, os juro que me gusta 7º Mar. Si no, no estaría escribiendo esto. Pero es que, a veces…